
Año 1989
Era de mi pueblo y me decía: "Las balas pasan cerca de mi rostro. No estamos matando entre nosotros mismos. No me imaginaba esto".
ARTE Y CULTURA25 de febrero de 2025
¿Dónde me encontraba yo el 27 de febrero de 1989?
Si me preguntan dónde me encontraba el 27-f reflexionaría, desde mi óptica personal, acerca de los 36 años del llamado Caracazo.
Ese día no fue uno cualquiera; el ambiente se sentía tenso. Al salir a la calle, percibía que algo extraño estaba ocurriendo.
¡Ni podía imaginar la magnitud del problema!
En la zona donde me encontraba, las estaciones del Metro cercanas estaban por inaugurarse.
Mirar hacia la avenida era encontrarse con una multitud incontrolable, y, sin embargo, la energía que emanaba era pura rabia, sin saber exactamente qué pasaba.
Era una joven ucevista de los primeros semestres de Comunicación Social, sin comprender lo grave de la situación; venía del interior del país, donde la paz reina, a esta montaña de concreto.
Me dirigí a la UCV; al llegar, lo que uno como joven diría era: "esto es pa' locos".
Al subir a una estación del metro, cortaron el servicio eléctrico y para salir tuvimos que caminar mucho por el túnel.
La desesperación de la gran multitud era abrumadora entre gritos, llantos y quejas; sin embargo, la actitud de la joven ucevista me llenaba de fortaleza.
Al salir a la calle, me encontré con gente corriendo desesperadamente. Parecía un río desbordado llevándose todo a su paso.
Ese comportamiento parecía normal.
Ver a personas cargando una pierna de ganado, impresoras industriales, neveras, televisores, camas, colchones, cauchos y motos entre muchas cosas más era como un juego surrealista.
Para mí, ellos no sabían lo que hacían; se robaban entre ellos mismos: pueblo contra pueblo.
Pero el panorama se tornó caótico. Comenzaron los enfrentamientos con disparos: pueblo contra soldados; soldados contra pueblo; malandros contra malandros y pueblo contra pueblo.
En la noche, no era una lluvia de estrellas; eran balas surcando el cielo.
Los ruidos eran ensordecedores. El miedo penetraba en cada rincón. El piso y la cama se convirtieron en mi gran refugio ante los fuegos artificiales descontrolados.
Los gritos, llantos y quejas son lo que más recuerdo.
Los medios de comunicación no informaban como debían; todo estaba "bien". Pero al asomarme por la ventana, la realidad era otra muy diferente.
¡Esto queda para contarse!
Lo sorprendente fue encontrarme con un soldado que lloraba porque jamás imaginó lo que estaba ocurriendo.
Era de mi pueblo y me decía: "Las balas pasan cerca de mi rostro. No estamos matando entre nosotros mismos. No me imaginaba esto".
Ese día marcó un antes y un después en nuestra vida; una herida profunda que tardaría años en sanar.
Años después, al recordar aquel 27 de febrero, me doy cuenta de que no solo fue una explosión de rabia y dolor, sino también un grito colectivo por justicia y dignidad.
En medio del caos, aprendí que el pueblo tiene voz y que, aunque a veces se pierda en la confusión, siempre encontrará la manera de hacerse escuchar.
Esa experiencia dejó una huella imborrable en mí y me enseñó que la historia no sólo se vive; también se cuenta.
Por: Mary Ochoa Meza


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