
La Luna se quiebra sobre las tinieblas de mi soledad
ARTE Y CULTURA26 de febrero de 2024 Rodolfo Izaguirre
Me preguntan cuál es la mejor película que he visto y prefiero referirme al altar de las películas que cada espectador ha logrado levantar en el espacio más hondo del alma porque así actúa el bolero: cada uno de nosotros alimenta y mantiene en el espacio de su propio rival, que es el traicionero corazón, boleros que dejaron una marca de amarga nostalgia o una imperecedera huella del amor.
La poesía cruza el espacio del bolero como pájaro batiendo alas en vuelo cuando Danny Rivera, pongamos por caso, al cantar «Madrigal» observa que: «… parece un destello de luz la medalla en tu cuello al menor movimiento de tu cuerpo al andar».
¡El momento es particularmente jubiloso y sublime porque la Unesco acaba de considerar y calificar al bolero como «intangible patrimonio cultural de la humanidad». Era hora porque desde hace mas de cien años el bolero ha estado invadiendo y enriqueciendo nuestro personal mundo sensible afirmándose en el amor, el despecho y el desaliento provocados por las ilusiones perdidas y a veces, por arranques de angustioso pesar.
Roberto Cantoral, el compositor mexicano autor de «El reloj», suplicó a las agujas que no marcaran las horas porque sentía que iba a enloquecer sabiendo que su mujer enferma podría irse para siempre…»cuando amanezca otra vez». Y fue el portorriqueño Pedro Flores quien sostuvo en «Obsesión» (1935) lo que años más tarde continúa siendo certeza absoluta: que «por alto que esté el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo no habrá una barrera en el mundo que un amor profundo no rompa por ti». Y dos años antes, cuando yo no pertenecía al mundo de las canciones ni de la palabra porque solo tenía un año de haber nacido, ya la mexicana Consuelo Velásquez ardía de amor con «Bésame mucho», uno de los boleros mas célebres de esta historia.
Se sabe que el bolero surgió en Cuba. Se acepta que el primer bolero fue «Tristezas», escrito por el mulato cubano José Pepe Sánchez en Santiago de Cuba en 1883. Desde entonces, el bolero no ha dejado de invadirnos, perturbarnos, de encender nuestras pasiones, de exaltar el deseo, mitigar los desconsuelos y evidenciar que «sólo nos queda esta noche para vivir nuestro amor».
¡Advierto que el bolero también puede convertirnos en seres obsesivos! Nunca dejaré de mencionar al sujeto que insertó un aviso en El Tiempo de Bogotá solicitando una cocinera y puso como estricta condición que la candidata no cantara «Vereda tropical», el célebre bolero de apoteósico éxito de Gonzalo Curiel, mexicano de Guadalajara, que todos hemos cantado una y otra y otra vez.
Agustín Lara tenía físico ingrato, con cicatriz en la cara y una voz negada para el canto, pero su talante y su voz hipnotizaron al mundo por la poderosa creatividad en que se apoyaban. Aconsejó a la triste aventurera de la noche que vendiera caro su amor y estableció, desafiando el altivo comportamiento moral de su época, que «aquel que de tus labios la miel quiera que pague con diamantes tu pecado».
El «flaco de oro», como se le llamaba, creyó protegernos cuando advirtió que las noches de ronda hacen daño, causan pena y terminan por llorar y lamentó que solamente una vez se entrega el alma, solamente una vez y nada más.
Son muchas las voces que dejaron marcas en mis anhelos juveniles: José Luis Moneró, Bobby Capó, Juan Arvizu, Leo Marini, Toña la Negra, Lucho Gatica. El más famoso, tal vez, fue Pedro Vargas: cantó durante largos años hasta que los sucesivos «arreglos» del rostro terminaron momificándolo y acabó cantando «Santa» por última vez, pero con rostro perfectamente rígido y espeluznante lentitud.
Los Panchos, fue el trío más famoso en su tiempo y entre nosotros Alfredo Sadel fue un bello galán y bolerista portentoso y Rafa Galindo, apoyado por Billo Frómeta, fue dueño de una voz espléndida y seductora y en fecha más reciente el universo del bolero perteneció a Armando Manzanero, pero siempre surgirá entre las líneas melódicas del bolero una súplica: «¡Ay, amor ya no me quieras tanto!» y gracias al chileno Antonio Prieto y su encendido «Frenesí» puedo rogar o exigir a la mujer de mis sueños: «Bésame tú a mí. Bésame igual que mi boca te besó. Dame el frenesí que mi locura te dio. ¡Quién si no fui yo pudo enseñarte el camino del amor…!
¡Olvídame…!, imploraba José Luis Moneró con la orquesta de Rafael Muñoz, en los años cuarenta del pasado siglo, pero la mayor gloria sigue siendo el hecho de que no me preocupaba entonces y tampoco me preocupa hoy que quedara «el infinito sin estrellas y perdiera el ancho mar su inmensidad» porque insisto en mantenerme anclado en la certeza de que en la mujer que amamos el negro de sus ojos y el color canela de su piel permanecerán intactos; y para despejar cualquier incógnita imposible o impertinente increpo: «¡Mujer, si puedes tú con Dios hablar, pregúntale si yo alguna vez te he dejado de adorar!». Jesús Peñalver afirma que El amor en los tiempos del cólera, la novela del Gabo, «es un bolero de 380 páginas”.
Y el bolero seguirá su camino de bellas, intensas y gloriosas perturbaciones y vivirá mucho más que yo, porque mientras él persista cautivando a los espíritus y apesadumbrados corazones, yo estaré rogándole al reloj que, por favor, ¡no marque las horas! y me deje vivir aunque sólo sea para ver cómo la Luna se quiebra sobre las tinieblas de mi soledad.


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