
Los siete pecados capitales se definen por su oposición a una virtud: soberbia versus humildad;
avaricia (no acaparar para gastar, sino para tener) versus generosidad;
envidia versus caridad;
odio versus bondad;
lujuria versus castidad;
gula versus templanza;
pereza versus diligencia.
El contraste entre los siete pecados y el decálogo es evidente: de la prohibición legal de actos externos precisamente definidos (asesinato, robo, adoración de falsos dioses, etcétera) pasamos a lasactitudes internas que provocan ese mal. Esto explica la estructura de los siete pecados: primero, los tres pecados del ego en relación consigo mismo, como su falta o incapacidad para el autocontrol, su explosión inmoderada y excesiva (lujuria, gula, ira); luego, los tres pecados del ego en relación con su objeto de deseo, es decir, la interiorización reflexiva de los tres primeros pecados (orgullo de hacerse con ello, avaricia de acapararlo, envidia hacia quienes lo tienen; en simetría con la lujuria de consumirlo, la gula para engullirlo, la ira ante el otro, que lo posee). Por último, la pereza como nivel cero, como afirmación del abismo que nos separa del objeto de deseo, que, según Agamben (véanse sus Estancias), vuelve a estar estructurado en tres: la tristeza melancólica de no poseerlo, la acedía o desesperación de no poder conservarlo y la pereza como indiferencia hacia quienes lo tienen («demasiado abúlico como para preocuparse o incluso para sentir envidia»; como una actitud ética: «Sé cuál es mi deber, pero soy incapaz de obligarme a cumplirlo, me da igual»). ¿Hemos de concluir que hay pecados capitales?
Por otro lado, ¿no es posible oponer los primeros siete pecados en el eje del yo y el otro? La frugalidad es lo opuesto de la envidia (el deseo de tenerlo versus la envidia del otro, que supuestamente lo tiene), la soberbia (del propio yo) es lo opuesto a la ira (hacia el otro), y la lujuria (experimentada por el yo) es lo opuesto a la gula (el insaciable anhelo del objeto). Y los tres aspectos de la pereza también se pueden desplegar en este eje: la acedía no es ni frugalidad ni envidia por la posesión del bien; la melancolía no es ni lujuria masoquista autoindulgente ni anhelo insatisfecho; y, por último, la pereza no es lujuria ni gula, sino indiferencia. La frugalidad no es la mera pereza (anti)capitalista, sino una desesperada «enfermedad hacia la muerte», la actitud que consiste en conocer nuestro deber eterno y, sin embargo, evitarlo; la acedía es la tristitia mortifera, no una simple pereza, sino una resignación desesperada: quiero el objeto, no la forma de llegar hasta él, por lo que renuncio al abismo entre el deseo y el objeto. En este preciso sentido, la acedía es lo opuesto a la diligencia. Lo que la acedía revela es, en última instancia, el deseo y su objeto; la acedía no es ética en el sentido lacaniano de comprometer el deseo, céder sur son désir.
Incluso tenemos la tentación de historizar el último pecado: antes de la modernidad, fue la melancolía (que se resistía a la búsqueda del bien); con el capitalismo, se reinterpretó como pereza (que se resistía al trabajo ético); hoy,en nuestra sociedad pos-, es la depresión (que se resiste al disfrute de la vida, a ser felices a través del consumo). Una película japonesa en blanco y negro de principios de la década de 1960, ambientada en la Segunda Guerra Mundial —por razones traumáticas he olvidado su título, pero no es El paciente japonés— cuenta la historia de un soldado que se recupera en un hospital después de haber perdido sus dos manos en combate. Anhelando desesperadamente algún tipo de placer sexual, pide a una enfermera amable que lo masturbe (no puede hacerlo él mismo al no tener manos). La enfermera accede y, compadeciéndose de él, al día siguiente entra en su cama y mantienen una relación sexual completa. Cuando al día siguiente lo visita descubre su cama vacía y le dicen que la noche anterior el soldado se suicidó arrojándose por la ventana: el placer inesperado fue demasiado para él… Aquí nos enfrentamos a un dilema ético simple: ¿habría sido mejor que la enfermera no hiciera el amor con el soldado, de modo que este probablemente habría sobrevivido (para vivir una existencia miserable) o hizo lo correcto, aunque esto condujera al suicidio del soldado (obtener el placer total de manera fugaz, mientras era consciente de que no podía durar, ya que pronto se vería privado de ello y para siempre, fue demasiado para él)? La expresión lacaniana «no comprometas tu deseo» impone definitivamente la segunda opción como la única opción ética.


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