El vigilante que soñaba con saber

ARTE Y CULTURA26 de septiembre de 2025Agencia AlfayaracuyAgencia Alfayaracuy
el vigilante

La biblioteca del turno nocturno

En el turno nocturno de una universidad pública en Bogotá, Colombia, trabajaba don Héctor Londoño, un guardia de seguridad de rostro serio, voz baja y ojos siempre atentos. Lo conocían por su puntualidad y su termo de café que nunca se enfriaba.

Pero lo que casi nadie sabía… era que Héctor llevaba años estudiando en secreto.

Cada noche, después de cerrar los accesos, revisar los pasillos y anotar en su cuaderno las rondas de vigilancia, se sentaba en un rincón de la biblioteca vacía. Allí, rodeado de estanterías, leía con voracidad libros de filosofía, historia, literatura, matemáticas. Cualquier cosa que encontrara.

—¿Por qué lee tanto, don Héctor? —le preguntó un alumno una vez.

—Porque nunca me dejaron estudiar. Pero eso no me impide aprender —respondió, sin levantar la voz.

Héctor había dejado la escuela a los 12 para trabajar. Fue albañil, repartidor, jardinero. Nunca tuvo tiempo ni recursos para seguir una educación formal. Pero siempre sintió que algo dentro de él pedía más.

—Cuando entro a una biblioteca, me siento como un niño entrando a un parque —dijo una vez a un profesor que lo descubrió leyendo El Quijote a las tres de la mañana.

Con el tiempo, algunos estudiantes se acercaban a conversar con él. Le preguntaban por libros. Se sorprendían al ver que conocía títulos, autores, hasta pasajes enteros.

—Don Héctor, ¿usted es profesor?

—No. Pero me gusta hacer preguntas como si lo fuera.

Una tarde, una joven lo escuchó explicar con pasión la historia de la Revolución Francesa a un grupo de alumnos que salían de clase. Se lo contó a su docente. Y poco después, una profesora de humanidades fue a buscarlo.

—¿Le gustaría asistir como oyente a mis clases?

Al principio, Héctor dudó. Tenía miedo. Se sentía “viejo”, fuera de lugar. Pero aceptó.

Durante meses, hizo su turno nocturno… y asistía a clases cuando podía. Tomaba apuntes en una libreta negra, siempre sentado al fondo, sin interrumpir. Cuando le ofrecieron participar, se negó.

—No quiero molestar. Solo quiero aprender.

Hasta que un día, un profesor canceló a última hora. Los alumnos estaban desmotivados. Entonces, alguien dijo en broma:

—Que pase don Héctor a darnos clase, que él sabe más que todos.

Y entre risas… él pasó.

Con nervios, con humildad, con palabras sencillas, habló durante veinte minutos sobre Sócrates y la búsqueda del conocimiento. Al terminar, hubo aplausos. No de burla. De admiración.

Desde entonces, lo invitaron más veces. A foros, a debates, incluso a charlas motivacionales.

A los 61 años, se matriculó formalmente como estudiante de filosofía en la misma universidad donde hacía guardias.

—No importa cuánto tarde. Lo importante es que empecé —dijo.

Hoy, don Héctor sigue trabajando, pero también cursando su tercer año de carrera. Ayuda a otros alumnos, da talleres de lectura, y siempre repite:

—Cuidé puertas muchos años. Pero lo que siempre quise abrir… fueron libros.

Porque hay guardianes que no cuidan edificios… sino sueños.

Y hay puertas que solo se abren desde adentro. Con hambre de aprender. Y coraje de empezar tarde.

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